miércoles, 26 de junio de 2013

Mirando hacia la Bahía

     Mirando hacia la Bahía
      (Carta a un amigo imaginario)


Foto tomada de la red


             Hoy, amigo, te escribo desde la orilla de un paseo marítimo, sentado en un recodo, bajo el pretil, donde comienza un barranco de tierra roja arcillo-arenosa. A mis pies, la playa, con arena dorada, no mucha, mojada, tapizada de conchas trituradas por el oleaje perenne y ancestral; cantos rodados perfectamente limados por el azote del mar que los ha redondeado sin prisa, a sus anchas.  Entre  la playa y el lugar donde me encuentro, piedras enormes de sujeción para evitar el avance destructivo del mar; algunas plantas, tales como retamas, palmitos, pinitos allí plantados, algún jerguen, lentiscos y otros matojos tolerantes con la salinidad.
            Varios pescadores de caña están apostados, aguardando pacientemente que pique alguna presa: las mojarras o sus aristocráticas hermanas, las preciadas doradas, que satisfagan sus orgullos y les den motivos para la charla,  fanfarroneando con los amigos, con el ánimo ufano por tan importantes trofeos.
            A mi derecha, el puerto deportivo con sus pantalanes, adonde atracan barcos de lujo de gente potentada, que andarán no se sabe por dónde porque allí, a nadie se observa.
            A mi izquierda, los espigones que han retirado el agua de la costa dando profundidad a las bocanas para que tengan espacio los puntales, las quillas de los barcos  que por aquí atracan y varan. Al final de uno de estos espigones una imagen en forma de estatua de la Virgen del Carmen, excelsa marinera; guarda la puerta del mar mientras a sus hijos navegantes, como madre protectora, pacientemente aguarda.
            Algunos bañistas que se bañan y solazan más las gaviotas que solitarias o en grupos pasan; los paseantes a pie o en bicicleta,   andando sus caminatas. Todo ello hace un conjunto particular, con singular traza, propia de estas latitudes, pintorescas, características de estas plazas.
            El día está luminoso, la temperatura es alta; el azul del cielo, derramado sobre el azul del agua, da alegría a la vista y una  paz serena, calma, que invita a soñar paisajes, situaciones, invocando a las musas para despertar la inspiración y plasmar sobre el papel, unos versos de rima libre, que se escapan con una  musicalidad audible en el odeón de la Bahía, donde las innumerables criaturas, vivientes bajo  las aguas, cantan a coro, con ritmo unas  hermosas baladas, cuyas letras ensalzan la belleza del entorno, por las poblaciones aledañas, todas ciudades marineras, presididas por la Tacita de Plata que se muestra modesta y arrogante, sinérgicamente como una gran diosa alada, desprendiendo hermosura, exhibiendo preciosas galas.
            Observo cómo los pescadores abren sus nasas para guardar algún pececillo que se atrevió a picar la carnada, ignorante del peligro que la voracidad le marca.
            Unas barquitas pesqueras se atreven a meterse unos metros mar adentro, usando otras artes para lanzar los anzuelos. Los barqueros están esperando que baje  la marea, porque son aficionados a la pesca del estero, aguardando la bajamar, serenos para capturar un rancho de variada morralla, de los ejemplares que allí queden atrapados cuando venga la resaca.
            A mi espalda tengo el pinar, con sus  merenderos, en los que ahora no hay nadie, porque todavía no acompaña el tiempo. Es en los fines de semana cuando, en familia acampan los domingueros de las poblaciones cercanas, dando cuenta de las viandas, entreteniendo a los niños y distrayendo a los viejos.
            Salpicando entre los pinos, se encuentran plantas y matojos diversos, protegidos oficialmente porque constituyen una riqueza autóctona, donde el camaleón campa libre, por sus respetos, sin que nadie le moleste; las lagartijas verdosas corren por  los bordes del paseo, metiéndose entre las piedras con el hocico abierto; el mirlo vuela en comba, cazando los insectos, negro como el azabache, con su pico amarillo que parece lleva postizo.
            Hay veredas de hormigas, cubiertas de un cordón negro que se mueve incesante transportando grano, carroña y otros elementos; al mirarlo, uno se marea, pues las hormigas caminan unas en un sentido y otras en el contrario, tropezando unas con otras, pero sin interrumpir su incesante faena,  la cual parece que nunca termina, según se las ve, aparentemente, dando un espectáculo constante, monótono, invariable.
            Unos abuelos sentados al lado del camino, en un banco municipal, hablan, suponemos, de sus historias pasadas. Se les ve contentos, sonríen, charlan en voz alta, se oye alguna carcajada. Uno lleva bastón y boina imitando una visera que le protege los ojos de la luz hiriente; otro  lleva una gorra a cuadros, ligeramente ladeada que le da un aspecto noble,  respetuoso; un tercero va destocado, luciendo una enorme, brillante calva, una cara dignamente arrugada y una voz hermosa, bien templada.. El cuarto, por último ofrece un aspecto que hace soñar con el mar, con sus aventuras, con sus largas jornadas, con piratas e islas deshabitadas de una época ya pasada. Va como un auténtico marino de relatos épicos, de los que en pipa fumaban; tiene barba blanca, limpia, larga y muy poblada, ojos azules pequeños que en la cara le brillaban, cachimba de brezo, labrada y su gorra azul con botones de ancla; parecía que viniera de la mar, de luchar con los bucaneros, con aquellos desalmados piratas, una auténtica figura que en el ambiente desentonaba, pero dándole orgullo a quienes aman el mar y la actividad que hay en su seno y en sus puertos. Los cuatro recuentan sus cosas y observan a la gente que transita: hay quien va en chándal, o en bermudas y camiseta de tirantas; otros llevan las camisetas xerografiadas en la mano y el torso desnudo, la carne colorada; cada cual va como le apetece, sin importarle quién mira o quién se para.
            Los abuelos comentan todo esto; no entienden lo que sucede, pero sonríen picarones, como si tal cosa, como si nada.
            El Sol me calienta la cara, tengo la vista cansada   de admirar tanta belleza y tanta cosa grata. Decido marcharme y regresar a mi casa. Me resisto porque me he quedado embriagado. Me voy lleno de paz, de  olores marinos que me relajan, de una experiencia que he repetido muchas veces, pero que siempre es distinta, pues aunque hay elementos fijos, estos presentan aspectos diferentes ofreciendo nuevas perspectivas; el complemento temporal del tiempo, la luz, la humedad, la temperatura, el clima en sí mismo, le proporcionan matices diversos, únicos, distintos, que emborrachan a los sentidos y enriquecen el espíritu.
            Te recomiendo la experiencia; es mejor vivirla que escucharla, pues  no puede expresarse con palabras. Te invito a que vengas a contemplarla, pasaremos el día juntos en compañía de nuestras damas y, disfrutaremos del evento en su expresión romántica; luego degustaremos los productos que el mar nos ofrece, según los restaurantes ponen en sus comandas.
            Recibe el abrazo de siempre. Mis afectos para los tuyos. Recuérdame a nuestros comunes.

Creada el 20 de Mayo de 2 008
Autor-propietario:
José Teodoro Pérez G.