La estación era pequeña,
relativamente pequeña, como corresponde a una ciudad no muy grande, pero
luminosa del Sur: Una sala desangelada enlosada de losas grises, paredes
alicatadas de azulejo se villano hasta la altura de sus hombros, para alcanzar
la altura del techo enjalbegada de blanca cal, sin más ornamento que unas
grandes litografías de máquinas de vapor enmarcadas en cuadros
acristalados; dos bancos de madera de
listones con respaldares
¿ergonómicos?, situados a ambos
lados de la puerta de entrada, un papelera y un cenicero de pie, al lado de
cada banco, constituían el mobiliario de aquella Sala-Estación de Ferrocarril
en aquella pequeña ciudad.
Frente a la puerta de entrada, había
otra, gemela a ella que daba acceso al andén, donde la solería ahora, es de
losa de Tarifa y cubriendo al propio andén una cubierta de chapas de hierro
pintadas de negro, con tirantas también de hierro y muchos remaches y tornillos
para sostenerla. Era la protección contra la lluvia para los viajeros y
acompañantes que les acompañaban para
despedirlos al emprender su viaje. La ventanilla para expedición de
billetes, los servicios y la cantina, estaban a la izquierda según se entraba
al andén; a la derecha quedaba la consigna y la Jefatura-Factoría, cuyo titular
o responsable era un hombre de unos cuarenta años con poblado bigote, su gorra
de visera roja, el silbato colgado del cuello, barba de varios días y, sin
embargo con una cara amable y una sonrisa que invitaban a preguntarle cualquier
duda con cierta confianza, duda a la que él respondía con la mayor diligencia,
pero era conveniente antes de planteársela, estar seguro de no obtener la
respuesta por otro medio, porque él se
extendía tanto en la explicación que terminaba agobiando un poco; de todos
modos era educado y correcto.
En aquella estación solo paraban los
trenes de cercanía y algunos muy concretos de carácter regional, podría
decirse, pues no estaba considerada como de primera categoría, si así puede
afirmarse.
Con frecuencia los trenes llegaban
con cierto retraso, pus lo que allí tenían para da oficial, daban prioridad a
todos los demás, incluso a los “ los mercancías”, que estaban destinados al
transporte del más variado género de productos, incluyendo animales, en muchas
ocasiones.
El protagonista de esta historia era
un chico joven, aún casi adolescente, ¿unos veinte años…? Más o menos, no más. En
semanas alternas, la otra la dedicaba a sus padres y hermanos, pasaban los
domingos por la tarde un rato en aquella estación. El último tren, el servicio
que él utilizaba, tenía su salida oficial a las diez y cuarto de la noche, pero
podría sentirse bien servido si lo hacía antes de las diez y media, (así era en
tempos, ya pasados la puntualidad del tren, debido a diversos factores;
actualmente, afortunadamente no hay problemas de reloj a la hora de comprobar
la eficacia del horario de los trenes).
El joven solía llegar casi a la hora
“en punto”, pues le gustaba acompañar a la chica causante de sus visitas bisemanales a la pequeña ciudad. No obstante,
aún le quedaba tiempo para tomar un café en la cantina que estaba atendida por
la mujer del Factor-Jefe de estación. Se entraba en ella desde el andén y era
una dependencia de la propia vivienda del Factor-Jefe. Tenía un mostrador muy
alto de mampostería, cuyo frente estaba también alicatado con azulejo como la
estación. Destacaban motivos propios del
ferrocarril: Un tren, cuya máquina lanzaba al aire una espesa columna de humo
oscuro, recordando las primeras etapas del medio; unos obreros con cara tiznada
alimentando con sus palas las calderas y un “mercancías” cargado de troncos de
árboles desramados y alisados. La tapa del mostrador era de madera marrón cuyo
aspecto daba cuenta del paso de los años, estaba alabeada con lo cual la
estabilidad de los vasos y las botellas, parecía tener peligro. Todo estaba
limpio y nada más entrar se notaba un olor a desinfectante mezclado con esencia
de pino, lo cual parecía dar garantías de higiene. El café siempre estaba humeante y aromático: La señora ya
conocía al chaval viajero, desde hacía algún tiempo y, siempre le daba algo de
conversación mientras se entretenía limpiando el pitorro del vapor de la
máquina del café y recolocaba las botellas en la estantería o simplemente,
estaba pendiente de sus clientes, pues hay que decir que el lugar era un sitio
frecuentado por un público determinado que gustaba saborear las tapas caseras
que allí se servían para acompañar las bebidas.
¿Qué, ya nos vamos? Terminó el fin
de semana ¿no? ¿Ya dejaste en casa a tu prenda? ¿Hasta dentro de quince días
otra vez?, ¿no? ¡Ay la juventud! ¡Qué bonito!
Él, al principio, se sentía incómodo
y la consideraba un poco entrometida, pero pronto comprendió que aquella
actitud era una forma normal de hablar, y la cantinera solo pretendía hacerle
un poco más agradable la espera, por lo cual, disipó sus prejuicios.
El protagonista del presente relato
era estudiante universitario, le quedaba solo un año para terminar su carrera;
andaba económicamente, más bien “ajustadito”, por lo que para venir a ver a su
novia, se veía obligado a dar unas
clases particulares a chicos de bachillerato, además de llevar una representación
de artículos de oficina. Ello le ocupaba mucho tiempo, tiempo que para no
robarlo a sus estudios, recuperaba quedándose cada noche hasta “las tantas”
ante los libros y apuntes, (aún no había
llegado al mundo estudiantil el descubrimiento del internet, ¡Cuánto le hubiera
servido!). De esta manera, podía pagarse el viaje, adquiriendo billete de ida y
vuelta para economizar; además tenía que pagar la pensión para las noche de
viernes y sábado, más todo el día del sábado, las
comidas e invitar a “su complemento”,
como él la llamaba, al cine o a “tomar algo”, aunque a veces le invitaban a la comida del mediodía en casa de
ella, y ella misma, a veces, si los
fondos estaban “muy apuradillos” contribuía en los gastos comunes.
Normalmente la chica, no le
acompañaba a la estación, porque el tren salía tarde, ella vivía en las afueras
en el extremo opuesto del pueblo y no había servicio de autobuses ni nada que
se le pareciera, pero cuando llegaba el buen tiempo, a partir de abril-mayo,
con ellos se acercaba hasta la estación, otra pareja amiga, que luego iba de
regreso con la muchacha hasta su casa, porque ellos también vivían por allí.
Había que tener en cuenta que en estos años, todavía, los padres no eran muy
liberales a la hora de permitir que sus hijas anduvieran “por ahí” a partir de
determinadas horas cuando se daba esta circunstancia,
Tenían la costumbre de llegar un
poco antes para esperar al tren que se lo llevaba, por más que, a medida que se
iba alejando, veía cada vez más pequeño el pañolito blanco con el que ella lo
despedía. Un silbido de la máquina, al tomar la curva al salir de la estación,
le servía de indicación para saber que su novia, en ese momento, se volvía con
sus amigos. Era el momento de empezar a pensar en organizar su programa para
mañana y para los días sucesivos “sin ella”, sin ella físicamente, porque su
mente estaba totalmente ocupada por su presencia, sus gestos y todos sus
detalles. El tren, la distancia no podían romper ese encanto.
El
cha-ca-chá del tren , era la musiquilla conocida que acompañaba sus
pensamientos evocándole unas imágenes que hacían puente entre el recuerdo del
recién terminado fin de semana y “los libros” que le esperaban para comenzar
sus interminables jornadas, repartidas entre la Facultad, las clases
particulares y la visita a algunos comercios del ramo que representaba y la
diaria carta, larguísima y entrañable que puntualmente desde el lunes hasta el
miércoles de la semana siguiente depositaba en un buzón que le pillaba de paso
en su camino hacia el Campus.
Casi siempre, hacía el camino de
vuelta sentado, pues dados el día y la hora, el tren, no iba demasiado lleno;
en cambio a la ida, tenía que ir casi siempre de pie, bien porque los asientos
estaban ocupados o porque era frecuente que lo cediese a alguna persona mayor o
señora embarazada, norma tácitamente establecida como principio de urbanidad y
que él ejercía galantemente.
El viaje duraba casi dos
horas; el tren hacía unas ocho o diez paradas en el trayecto, con lo que
llegaba a su destino, sobre las doce y media o la una de las madrugadas. Los
viernes, uno sí y otro no, que iba a ver a su novia, se iba al terminar las
clases, para llegar al pueblo sobre las seis de la tarde; se alojaba, aseaba ya
las siete o así, ya estaba con ella, hasta las diez y media el viernes y hasta
las doce el sábado, según las reglas que a ella le imponían en su casa.
En vacaciones, iba el sábado y se
volvía el lunes por la mañana, pues el domingo también podían estar juntos
hasta la s doce de la noche.
El tren fue el medio de transporte
que le permitió a esta pareja, vivir su idilio, pues pasó aún mucho tiempo
antes de que tuvieran coche propio. Había otros transportes en distintas
compañías de autobuses, pero el tren siempre resultaba más barato, además de ofrecer un horario más amplio y más
servicios al día.
La estación de aquella pequeña
ciudad luminosa del Sur, quedó como patrimonio de las vivencias de aquel
chaval. Recordar su noviazgo, le traía a la mente de forma inmediata, además de
la emoción correspondiente que le causaba la chica que amaba, una fotografía
instantánea de la estación, la cantinera dándole “palique” con su escueta y
casi calcada conversación cada dos semanas. La otra estación, aquella de la qué
él salía para ir a encontrarse con ella, era más moderna e importante, con
muchos servicios de oficinas,, restaurante, varias ventanillas, mucho personal
desplazándose para acá y para allá…, pero desde luego, ni por asomo era tan
acogedora como la otra. El cha-ca-chá de las ruedas en las vías, el pañolito de
“su prenda” (como la llamó la cantinera) diciéndole adiós bajo la farola del
andén, el silbido de la máquina al tomar la curva indicándole que ella se
recogía, las cartas que escribían y recibían y la vuelta a subirse en ese tren
lento, pero “su tren amigo”, que le transportaba su impaciencia y sus sueños
como mercancía de amor que le llevaba personalmente a la chica que tanto amaba
y que a veces, le acompañaba hasta la estación.
Escrito el 25 de Mayo de 2 009
José T.Pérez