domingo, 27 de noviembre de 2011

Desde una isla imaginaria






Imagen tomada de la red




(Epístola a un amigo imaginario)



  

         Querido amigo: Hoy te escribo desde el otro lado de mi bohío, en un lugar diametralmente opuesto al suroeste de la isla, la cual yo imagino en plena Oceanía, pero no descarto que esté en el Pacífico, cerca de las costas de América o en medio del Atlántico, quizá próxima a África o a Sudamérica.
            Estoy al socaire de unas palmeras inexistentes, observando un lejano horizonte, gris e indefinido que guarda, sin embargo en mi subconsciente una línea recta, nítida que separa los verde-azulados de un mar sereno, inconmensurable, de un cielo azul purísimo, que alberga a modo de pinceladas del Gran Pintor, unas acuarelas blancas abigarradas y algodonosas, bellísimas que dan o dieron una paz hermosísima a mi espíritu necesitado en demasiadas ocasiones, próximo a la felicidad que últimamente se me niega o no termina de llegar.
Debes perdonar que no te haya puesto la fecha, pero tampoco sabría afinar demasiado, aunque preveo que no es relevante en demasía.
              Como te digo, mi horizonte presenta hoy un aspecto diferente a los que te he descrito en otras misivas, que no he terminado de escribir. No se distingue bien la separación entre la bóveda celeste y la aparente horizontalidad de la tierra que piso. Por arriba el éter gris-claro cuanto más hacia el cénit me fijo y en la confluencia muy oscuro; impone su visión; la superficie del mar se ve casi negra o negra; a mi espalda, la maleza parece trasplantada a este lugar, como si no “pegara” en este hábitat, lo cual no deja de ser una contradicción. Barrunto que, de un momento a otro, todo esto va a reventar y va a mandar al garete todo viso de vida o existencia mineral. ¡Qué panorama más tétrico!
               Ya puedes apreciar que la descripción es poco optimista, pero no me aterra, solo me da respeto, me obliga a pensar muy rápido para tomar actitudes que me sirvan de protección.
          De momento, lo que no puedo, es estar aquí parado, así que me incorporo de la posición incómoda que mantengo hace rato, “en cuclillas” , observando el panorama, mirando alternativamente a lontananza y a mis ángulos laterales, hasta donde la visión me permite, sin mover la cabeza, teniendo a la vez los oídos atentos para captar los más leves ruidos de los elementos: el viento de las matas y arbustos, los pájaros que chillan nerviosos, con la aportación estridente de la algarabía que montan las gaviotas, insufribles por escandalosas.
   Me levanto, desentumezco mis miembros, desperezándome ostensiblemente desobedeciendo las más elementales normas de urbanidad y me dirijo a mi refugio, habitáculo de palos, cañas y ramas, además de pasto seco donde me guarezco de la lluvia y el viento, a la par que me obliga a parchearlo constantemente con haces y manojos de plantas, tipo aneas, castañuelas, juncias o bayuncos, las cuales escurren bien el agua y dan suficiente tupido como para impedir la entrada del frío y los bichejos.
         Allí siempre hay faena pendiente, faena que no quiero hacer, me interesan otros asuntos: salir de esta isla de soledad, afrontar tareas profesionales y familiares, avanzar en el goce de la vida con los míos, tanto con los consanguíneos, como amistades y allegados.
          A veces veo, mejor creo ver, naves cercanas, una de las cuales, me sacará del naufragio y me llevará a mi verdadero mundo, alejándome de este aislamiento que no me consuela porque otros lo hayan experimentado. Es igual de fastidioso para todos...
           Pero cuando creo que esas embarcaciones visionadas, se van acercando, algo me las hace desaparecer: sea el despertar bruscamente, sea el reconocimiento de mis escasas fuerzas, sea la realidad aplastante de mi impotencia para saltar al otro lado, o quizá que me vaya invadiendo, ¡mal rayo lo parta!, el síndrome de Estocolmo, en el que no quiero ni pensar, porque siendo aún consciente de mi cultura, mi desenvolvimiento en los ámbitos que me corresponden, por mi linaje, familia, profesión, relaciones consecuentes a estos factores, me causa un pavor insólito el imaginar que potencialmente estoy amenazado a confraternizar con las adversidades, de las cuales solo quiero usar los elementos imprescindibles que me permitan vencerlas y postrarlas para que esa circunstancia solo sea un hecho pasajero en un tiempo breve, que se pueda olvidar lo antes y mejor posible en vez de asirme a él.
        Así que te digo que el día que llegue “mi barco”, le daré una patada al bohío para destruirlo, a fin de que no quede huella de este tránsito.
        Espero escribirte pronto desde la arribada a un puerto bullicioso, lleno de actividad turística y comercial. Ello te indicará que he abandonado “mi isla” de penitencia, purgatorio sobrevenido, prueba tentadora a mis credos que no quiero abandonar y por los que lucho a mi modo.
         No tengo muchas esperanzas de que te lleguen estas reflexiones porque no poseo medio alguno de comunicación; la única botella que tenía, ya la lancé con el único papel que me quedaba para escribir; ahora solo guardo mis epístolas en mi memoria, y si puedo salir de este confín, probablemente nunca las plasme por escrito para que me queden como un “leve” recuerdo que yo he querido vivir en mi ego sin compartirlo, pues no sé por qué, creo que es mejor así.
             De los míos, nada sé, como de nadie más; sufro por ellos y no dejo de imaginar el día en que me funda en un abrazo con todos. Nunca sabré expresar lo suficiente, cuánto significan para mí.
            Saluda a nuestros comunes; da un abrazo fuerte a los primeros cronológicos y tú, ya sabes que guardas en mis sentimientos una parcela grande de amistad y cariño. No te olvides, como otras veces de mi dirección, que nunca te aprendes bien, aunque se que sabes encontrarla. Para todos los tuyos mis afectos.
              Lo dicho, ¡hasta que llegue el barco”.