Cuando queremos expresar nuestras ideas
libremente y nos ponemos a escribir sin
coacción de ningún tipo, dejando la mente actuar a su aire, no podemos evitar sacar nuestra vena
dogmática ni ponernos serios utilizando un lenguaje quizá demasiado académico
para terminar hablando sentenciosamente,
pero al fin y al cabo lo que queremos es conseguir que el resultado de nuestras
especulaciones sea un parto lo más digno posible y acabamos por escribir algo
quizá demasiado axiomático y desde luego conteniendo un entramado empírico, excesivamente formal
porque lo se pretende en el fondo es ser
sencillo, asequible, por más que parezca una paradoja.
Sea cualquiera el tema elegido o improvisado, termina
reflejando algo de nosotros mismos por lo menos de una forma tácita o expresa
haciendo alusión a momentos concretos de nuestras vidas, a determinadas experiencias porque en cada etapa de las mismas
destaca algún momento, bien de gloria o de tristeza que, nos marca con
hendiduras profundas aunque luego el tiempo se encargue de paliar las adversidades y nos haga exaltar los
éxitos o al menos, las ilusiones conservándolos como algo muy valioso y
añorado, aun a sabiendas que solo son recuerdos que forman parte de un patrimonio
rico, pero sin más valor práctico que el gozo de la rememoración, que es una
forma de matar el gusanillo de los hechos que un día nos gustaron y que la
imaginación se encarga de magnificar.